I
El invierno dejaba sus manos sobre mi cama. No había lugar para esconderse. La risa abandonaba el rostro y sólo ella era capaz de decirme, tan tranquilamente, que nunca había dicho primavera. Y el calor se sentía en todas partes. El calor del invierno sobre las mejillas, el frío viento encima de ese sol que calentaba mis manos mientras escribía encaramado en la azotea. Repetía las letras de ardientes canciones que cantaban a sus gélidas palabras, a sus calculados movimientos femeninos, a sus tácticas largamente acariciadas durante todo diciembre.
Mi piel recuerda cada invierno, cuando la luz toca apenas las ventanas y afuera se respira ese hedor de abandono, ese despecho hirviente y aparecen, en los vientos helados de la tarde, las cálidas manos de Eva.
II
Escuchaba cada canto, cuyo cuento contaba cada historia carcelaria de mi corazón que caducaba. Contaba las horas del reloj que, a cuenta gotas, tic-tac, tic-tac, tic-tac. Y yo callaba. Acurrucado en las notas que caían cual collares arrancados bruscamente, rogaba al cielo despejado que quisiera regresarme a esos días, que callados recordaba. Silenciosos. Impasibles.
Pero a cada petición contestaba a mis palabras con más cantos, con susurros que corrían melodiosos por el parque, en el trasporte, hasta el hastío, hasta su casa, hasta su cuarto, hasta la sala, hasta el momento de ese día en que la música culpable, y qué, cada quién sabe qué quiere, menos ella, que ahora calla.
III
Eran rápidos. Los movimientos. Debían serlos. Calculado todo y espontáneo. Una vuelta. Otra. Los ojos que se tocan. Las manos separadas tan de pronto. Juntas y de nuevo separadas. El roce involuntario. El rubor, el sudor, el paso rítmico. La cumbia pegada a su cintura, a sus labios lejanos, a sus hombros. Apresurar el paso y al primer compás la mano arriba, suavemente, tan suavemente, para indicarle el sitio, para que sepa cómo, en el siguiente “oye, abre los ojos”, la vuelta empieza, la doble vuelta, y luego inmóvil, mientras la miro, mientras su brazo sobre mi espalda sigue el impulso, mientras sus muslos repiten “abre los ojos, mira hacia arriba”, y sus tobillos, tan llenos de danzón, tan azules, lentos marcan el tiempo del descanso, el vaivén del abanico.
Quédate Eva, aquí no hay nada sino nosotros, exhaustos. Quédate, no te vayas, estamos listos para el tango.
Wednesday, May 24, 2006
Wednesday, May 17, 2006
Cuestión de género
Federico, como todos los hombres, pertenece al género humano. Isidora al poético.
Wednesday, May 03, 2006
Me pregunto a estas horas de la noche si mis ojos pueden recuperar el día que se fue cuando te fuiste.
Ese día, manos fáciles bajo la camisa, heridas ciegas sobre la mirada, delgadas, finísimas gotas de tristeza sobre los minutos.
No era el peso de tus pasos en mi espalda, ni el adiós interrumpido por tu silencio, (ese adiós tan seco y sin finales), ni siquiera pensé en los días que serían después de entonces. Fue la suave caricia que olvidaste mientras dejaba a cada paso tu alegría. Y tú, feliz, la recogías.
Ayer pensaba en ti, alegre y desnuda. La penumbra borró de pronto toda imagen. Eras tú en la puerta, en la silla, en la cerveza. Te puedo decir cómo lucías, cómo acariciaba tus muslos mientras te hablaba. La calle no quiso recibirme entonces. La gente se volvió insomne. Mi pensamiento volvió a ti para dejarte de nuevo, para decirte: sí fui yo y no me detuviste.
Las horas pasan mientras miro las letras. Tú alegas demencia mientras callas. Alrededor de nosotros el día se nutre de la ausencia, habitantes de lejanas memorias, inmóviles al fin de la escalera.
Ese día, manos fáciles bajo la camisa, heridas ciegas sobre la mirada, delgadas, finísimas gotas de tristeza sobre los minutos.
No era el peso de tus pasos en mi espalda, ni el adiós interrumpido por tu silencio, (ese adiós tan seco y sin finales), ni siquiera pensé en los días que serían después de entonces. Fue la suave caricia que olvidaste mientras dejaba a cada paso tu alegría. Y tú, feliz, la recogías.
Ayer pensaba en ti, alegre y desnuda. La penumbra borró de pronto toda imagen. Eras tú en la puerta, en la silla, en la cerveza. Te puedo decir cómo lucías, cómo acariciaba tus muslos mientras te hablaba. La calle no quiso recibirme entonces. La gente se volvió insomne. Mi pensamiento volvió a ti para dejarte de nuevo, para decirte: sí fui yo y no me detuviste.
Las horas pasan mientras miro las letras. Tú alegas demencia mientras callas. Alrededor de nosotros el día se nutre de la ausencia, habitantes de lejanas memorias, inmóviles al fin de la escalera.
Monday, May 01, 2006
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