Hace 10 años, cuando se celebraban los 30 años de la matanza de Tlatelolco, yo estaba en plena euforia juvenil y viví aquella celebración con gran emoción y activamente: dirigí y participé en la elaboración de la manta que encabezó al contingente de la facultad de arquitectura de la UNAM en la marcha conmemorativa. Mi indignación sobre el 2 de octubre me obligaba a indagar sobre los sucesos que desembocaron en aquella matanza. Leí una antología periodística, junto con los libros de cabecera que abordan el tema: La noche de Tlatelolco de Elenita Poniatowska, y La Plaza de Luis Spota.; además, en aquella semana previa a la marcha asistí a todas las conferencias y eventos culturales que me fue posible para saber, de boca de los testigos, las formas de represión, la noche de Tlatelolco y los días vividos en las mazmorras de Lecumberri.
Y ya preparado, me dispuse a marchar del Zócalo a la Plaza de las tres culturas.
Y allí comenzó mi desconcierto, que terminó en desánimo. Iluso yo, pensaba que la marcha serviría precisamente para eso, para conmemorar el día más negro (a mí me lo parecía) de la historia contemporánea de México. Pero cuando ya montados en el camión -que nos transportaba de la UNAM al Zócalo- circulaba por las calles de la ciudad, los insultos de quienes viajaban en ese camión no se hicieron esperar. Insultaban a quienes en es momento salían a comer y tenían la mala fortuna de encontrars en nuestro camino: "Burgueses, huevones, por eso están panzones", entre otras (¿no estarían , entre esos burgueses huevones, sus padres?). Compañeros que en mi vida había visto alterados gritaban hasta desgañitarse. La marcha fue peor. La cantidad de banderas que se anclan a la conmemoración parcen infinitas: sindicatos, huleguistas, maestros...
Total, que del 68, nada.
Y las pintas, los daños en propiedad privada, acabaron por acribillar mi ánimo.
Desde entonces no he vuelto a participar en una marcha.
Ayer de nuevo la historia se repitió: vándalos disfrazados de vándalos arremetieron contra una policía privada de acción. Y es que las libertades que, se dice, fueron ganadas por aquel movimiento de hace 40 años hoy se han tornado una especie de miedo de las autoridades por hacer valer la ley.
Y por más que trato de reflexionar, la pasión me gana. Pero curiosamente no es en favor de los sesenteros.
Y es que si hace 40 años se peleaba por libertades, hoy que se tienen ganadas en mucho y en gran medida ¿qué se persigue?
Si a los vándalos esos se les encarcela, mal: presos políticos. Que les pregunten a los presos políticos de hace 40 años, impregnados de ideologías y esperanzas libertarias, aquellos que eran encarcelados por sus discursos e ideas, si pisaron la cárcel por saquear comercios y golpear policias que no respondían a sus agresiones.
Y es que claro, nada es lo mismo, nada. Pelear bajo la misma bandera sin tener a un Díaz Ordaz o Echeverría en el poder ya no es lo mismo.
Y aquellos "líderes" de aquellas épocas, la mayoría hoy políticos de izquierda, parecen extrañarlos para tener un enemigo y continuar, resentidos, su lucha interrumpida a bayonetas y balazos.
¡Ya!.
Ya se murió Díaz Ordaz. Y Echeverría, a edad tan avanzada, ya no es un "peligro para la democracia y seguridad nacional" como decía ayer, un exlídercillo del movimiento.
¿En qué piensan? ¿Por qué no dejan de vivir en el pasado?
Claro, los entendemos, fue un día difícil, una época difícil. Pero ya es hora de que lo superen.
Mirar hacia atrás nos sirve para mirar en el hoy y divisar y construir, en ese entendimiento, el futuro que queremos. No para vivir caminando de espaldas.
Que la autoridad ya se deje de miedos. Si hay que detener a los que toman casetas y meterlos a la cárcel, adelante. Sus derechos no valen más que el de los otros y si los pisotean argumentando bienes mayores, a la cárcel. Sí: a la cárcel. Porque si no, yo también puedo hacerlo. Que no me gusta mi salario, casetazo; que no me gusta lo que la bandera sea tricolor, a poner barricadas en Reforma, al fin y al cabo nada pasa. ¿O qué, nada más se aplica la ley cuando es uno y no cuándo son muchos?
Ayer viví el 2 de octubre como cualquier otro día, esperando no toparme con una marcha que recuerda con odio cuando ya no hay a quien odiar, con jóvenes que han crecido en un ambiente distinto y que no saben ni pizca de lo que se sufrió hace 40 años, con jóvenes ignorantes que son arrastrados por la euforia de la rebeldía, con jóvenes que arremeten contra la sociedad y las instituciones de las que, paradójicamente, forman parte, lo quieran o no. Esperando, no que no se vuelva a repetir el 2 de octubre, el cual hoy día difícilmente se repetiría, sino que no se repita el vandalismo y la cobardía de los cuerpos policiacos que año con año lastima. Gritando el ¡ya basta! hacia quienes hace 40 años lo gritaban hacia otros y hoy alientan las resistencias civiles como si ellos no fueran parte del poder al que espetan. Esperando que México sea otro, uno que vea en su pasado la razón del presente, y no aquel que vive en el pasado el presente; un México donde los que formamos la sociedad mexicana, jóvenes, estudiantes, trabajadores, profesionistas, políticos, hagan bien y honradamente su trabajo para bien de sí mismos y, en consecuencia, de la sociedad a la que sirven y nutren.
Ayer fue un 2 de octubre que no celebré con marchas ni con mantas ni consignas, como hace 10 años, sino haciendo lo que mejor sé hacer: trabajar.
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