Erandy se sienta en la mesa de un café. Mira el mantel de la
mesa, las migajas de pan abandonadas por el comensal anterior, un hilo colgando
de la orilla de la tela. Mira pasar los autos de la calle y escucha el sonido
seco de los motores que poco a poco se apagan en su mente, donde las migajas y
el pedazo de hilo desaparecen hasta mirar nada, que es lo mismo que recordar
aquel día donde vio cómo se alejaba en las profundidades de la noche y se
perdía, él, ese hijoeputa que no sabe el dolor que causa, que desconoce las
lágrimas de Erandy porque nunca las vio resbalar por sus mejillas, rojas,
heridas; él, que no sabe que ese camino que toma lo llevará a socavarse tan
lentamente, (eso ella lo sabe, pero él no); recordar el auto que la lleva a
casa y en el que se abandona a sus lágrimas, donde oculta su rostro del
fantasma que se aleja como ladrón, hijoeputa ladrón que no se lleva otra cosa
que el alma de Erandy.
Erandy sorbe su café. La espuma quema también, porque todo
quema cuando recordamos. De nuevo oye el sonido sordo de los motores y mira,
con sorpresa, el andar apresurado de los peatones. Siente cómo le tocan el
hombro. -Erandy, vámonos. Le dice aquel hijoeputa que ahora, así de cerca y
después de tanto tiempo, ya no le parece tan hijoeputa, porque le sonríe seriamente,
tan amable, tan arrepentido, porque le tiende la mano como ofreciéndole el
futuro, para que no la suelte nunca y se vaya con él a todas partes, a donde
Erandy quiera, porque, a la distancia y después de tanto tiempo, no quiere que
ella llore de nuevo, ya nunca más, ya nunca. Y él le toma la mano y la besa y
sigue sus pasos y su destino.
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