Wednesday, October 12, 2016


No recuerdo haber mirado las hojas de los árboles por ti. Todo, a través de tus ojos, se llenaba de luz. Pero yo cerraba los ojos a tus ojos negándome al camino de tus grutas de sangre y sol. Sobre las ramas del sauce mirabas las hojas descansando en el aire. Me hablabas de tierras lejanas y de gigantes llamados a grandes hazañas que se petrificaban al escuchar tus palabras: truenos de órdenes doblegando gigantes. Yo cerraba los ojos y no miraba las hojas. Veía gigantes alrededor de nosotros y temblaba con ellos al unísono cuando tu voz de látigo nos inmovilizaba. Y temblaba de miedo, de feroz y despreciable miedo a la inutilidad frente a tus palabras. Miraba otras señas y otros sueños y otros parajes. Te oía lejos, cada vez más lejos, y los pasos de los gigantes me acompañaban en la huida, y tú, mujer, remolino de pasiones, bosque de infinitas ramas, tú, dadora de mieles y ardientes escalofríos, tú, delgada y frágil, tú, mujer, tan llena y cargada de encantamientos, bruja y demonio atormentando mi piel, tú, amiga mía, me devolvías al mundo lleno de una vida incomprensible, impulsiva y ajena. Y entonces no hacía más que describirte las hojas verdes, tristes, llorosas, de ese sauce que no vi nunca a través de tus ojos, que no vi nunca cayendo en tus mejillas, rojas, como el atardecer que nos llevaba a nuestras casas, olvidadas entre sí, alejadas.

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