No recuerdo haber mirado las hojas de los árboles por ti. Todo,
a través de tus ojos, se llenaba de luz. Pero yo cerraba los ojos a tus ojos negándome
al camino de tus grutas de sangre y sol. Sobre las ramas del sauce mirabas las
hojas descansando en el aire. Me hablabas de tierras lejanas y de gigantes
llamados a grandes hazañas que se petrificaban al escuchar tus palabras:
truenos de órdenes doblegando gigantes. Yo cerraba los ojos y no miraba las
hojas. Veía gigantes alrededor de nosotros y temblaba con ellos al unísono
cuando tu voz de látigo nos inmovilizaba. Y temblaba de miedo, de feroz y
despreciable miedo a la inutilidad frente a tus palabras. Miraba otras señas y
otros sueños y otros parajes. Te oía lejos, cada vez más lejos, y los pasos de
los gigantes me acompañaban en la huida, y tú, mujer, remolino de pasiones,
bosque de infinitas ramas, tú, dadora de mieles y ardientes escalofríos, tú,
delgada y frágil, tú, mujer, tan llena y cargada de encantamientos, bruja y
demonio atormentando mi piel, tú, amiga mía, me devolvías al mundo lleno de una
vida incomprensible, impulsiva y ajena. Y entonces no hacía más que describirte
las hojas verdes, tristes, llorosas, de ese sauce que no vi nunca a través de
tus ojos, que no vi nunca cayendo en tus mejillas, rojas, como el atardecer que
nos llevaba a nuestras casas, olvidadas entre sí, alejadas.
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